martes, 11 de agosto de 2009

El hijo del Zebedeo ha muerto




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El hijo del Zebedeo ha muerto degollado. Un Herodes iracundo ordena que aquel cuerpo sin vida sea sacado fuera de las murallas y abandonado en los barrancos del Gehena como alimento de alimañas y aves carroñeras... ¡Y la orden se cumple!

Ahora hace ya tiempo que el Sol se ha ido camino del Occidente lejano y bajo una luna de plata, unos hombres lloran su desgracia. Parecen fantasmas silenciosos, inmóviles, borrosos bajo la luz azulada de la luna y de la noche. Uno de ellos se recuesta sobre los matorrales, la cabeza apoyada en una mano y la mente perdida en la distancia, muy lejos; otro parece dibujar sobre la polvorienta tierra unos signos confusos: una raya, un horizonte, un mar tal vez, y un disco difuso que se esconde tras ese mar y ese horizonte. Las débiles palabras del maestro aún retumban en los oídos de esos hombres: llevadme allá, a Hispania, a morir entre mis hijos amados, a servir de alimento a una tierra que será fértil en espíritu y en bondad.

Y aquellos hombres, embargados por el miedo y la emoción, se ponen de pronto en movimiento. Y traen un asno menudo, de apariencia frágil y enfermiza, y cargan sobre sus lomos huesudos el cadáver maltrecho del apóstol de las Españas. Luego, tras el rítmico y apurado caminar del burro, se dirigen hacia el ansiado Oeste, hacia Jaffa. El camino es largo y el miedo mucho, pero la aparición del inmenso mar azul parece borrar de un plumazo todos sus pesares, y la visión de aquellas velas desplegadas al viento, de aquellos barcos de elevada proa capaces de cruzar el mar tenebroso y llegar hasta las Casitérides en busca del preciado estaño, les llenan de optimismo y decisión.

Fue así como, en aquella barca de piedra, de piedra por lo que transportaba que no por el material de que estaba hecha, el cadáver del hijo de Zebedeo se acercó a las verdes costas de Galicia. Atanasio y Teodoro, sus amados discípulos, contemplaron absortos la belleza de aquella ría inmaculada, de vastas y calmas aguas, rodeada por los mil tonos verdescentes de una vegetación exuberante y los amarillos intensos de las flores de los tojos y las retamas. Sobre la blanca arena de las playas, que el mar acariciaba dulcemente, se doblaban cuerpos delgados que parecían buscar conchas desconocidas; otros, por el contrario, se erguían sonrientes y saludaban al paso del velero.
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Atanasio y Teodoro, radiantes de felicidad y atónitos por la visión de la ubérrima tierra que parecía esperarles, fueron quizá los primeros en sentir el éxtasis emocional que expresa la vieja cantiga:


Pasei a ría de Arousa nunha lanchiña de vela;
non vin cousa máis bonita, nin penso volver a vela...


Pero ya la ría se estrecha y lo que era mar se vuelve río, la corriente comienza a empujar con fuerza, las velas se desinflan y han de ser los remos los que acerquen el barco a la orilla. Un viejo y desgastado pedrón sirve de amarre al barco, y los marineros, temerosos quizá de ser atacados mientras permanecen en tierra, se dan prisa en descargar la valiosa mercancía y en depositar los restos de quien había sido llamado el Hijo del Trueno sobre una piedra que los recoge con tanta dulzura como si sobre cera pusieran un cuerpo de bronce incandescente.


E foise a lanchiña da pedra bogando moi de vagar,
i atrás quedaron ribeiras ás que o mar bicando está...


Mas en tierra las cosas son muy distintas. Atanasio y Teodoro piden permiso a las autoridades locales para enterrar los despojos del Apóstol, y aunque éstas (la reina Lupa, el gobernador Filotro...) parecen colaborar en un principio, luego, quizá entre curiosos y temerosos por conocer el poder mágico de aquellos restos venidos de Oriente, ponen mil dificultades antes de que el cadáver pueda ser depositado en el viejo cementerio romano-judío de lo que hoy es Compostela.

Fue así cómo el cuerpo del futuro patrón de España llegó a Galicia. Pero pasaron los años, y la memoria documental se perdió, y la otra..., la otra es demasiado frágil. Sólo quedaron leyendas, viejas leyendas, que en las noches de invierno los más ancianos contaban a quienes no lo eran tanto:


...i esto non é disque nin seica
nin conto co diaño traia,
questo díxomo meu pai
que llo contou sua nai
en noite de inverno larga...


Y esa forma de ir contando las leyendas de boca en boca, o de boca en oído, en los largos seráns invernales, nos la describe Federico García Lorca, gallego de sentimientos, con suaves y poéticas palabras:


Una vieja que vive muy pobre
mientras hace la ruda calceta
va contando con ritmos tardíos
la visión que ella tuvo en sus tiempos...


La fe, que se había enraizado en el corazón de las Españas durante tantos años, estaba ahora amenazada. El moro, primo en realidad, sino hermano, en cuanto a creencias, pero reconocido como enemigo acérrimo por todos, dominaba la mayor parte de la vieja Hispania. Y es entonces cuando aparece oportuno el eremita Pelaio con sus luminosas visiones de fuegos y de estrellas. Creyóle Teodomiro, obispo de Iria Flavia, y entre los dos, tras larga preparación penitencial, descubrieron el pequeño edículo bajo el que reposaban los restos humanos de quien sería nobrado el Patrón de España.