lunes, 22 de julio de 2013

Apuntes Jacobeos: El milagro de los montes de Oca


Villafranca de Montes de Oca 

      8.7.- El milagro de los montes de Oca. En el año milésimo centésimo octagésimo de la encarnación del Señor, en tierras francesas, cierto varón tomó esposa, como es costumbre, con la esperanza de tener descendencia que pudiera heredar aquellos bienes que legítimamente había ido juntando. Mas quiso la divina Providencia que por más que frecuentara a su mujer ésta no quedara embarazada. Comenzaba ya el hombre a desesperar cuando se acordó de Santiago de Galicia, de los milagros que hacía y de lo bondadoso que era con quien se dignaba visitar su santo sepulcro. Tomó pues la decisión, se la participó a su afligida esposa, y partió hacia los confines de España.

      En cuanto llegó a Compostela, el buen francés purificó su alma y se postró ante el Apóstol pidiendo con gran fe lo que para él sería el don más preciado del mundo: tener un hijo que pudiera perpetuar su nombre y heredar sus bienes. Tras la súplica quedó el hombre confiado, mas, por si acaso, todavía consultó con su confesor la forma cómo mejor podía cumplir para que la segura ayuda del Apóstol no quedara en nada. Y el sacerdote le recordó la conveniencia de aumentar su sacrificio absteniéndose de contacto carnal con su mujer durante los tres días siguientes a su regreso, penitencia a la que se comprometió el peregrino de todo corazón.

      De regreso a su patria pudo, por fin, abrazar a su mujer que, lógicamente, se había puesto sus mejores galas para, tras la obligada separación, poder atraer a su marido y hacer lo conveniente para tener la descendencia deseada. Trató el marido de apartarse, sin conseguirlo del todo, pues la mujer insistía y se lamentaba de que, durante el tiempo transcurrido, hubiera podido olvidarla. Y el demonio colaboraba en exaltar el deseo de la carne de forma que el virtuoso varón pudiera incumplir lo prometido en Compostela.

      La situación se volvió muy difícil, y no se hubiera resuelto convenientemente si no fuera porque, en un momento de lucidez, el atormentado marido se decidió a encerrarse en una habitación y tirar la llave por la ventana de forma que cayera en un montón de paja próximo. Cuando la mujer se acercó con sus lamentos a la puerta, él le indicó que debía buscar la llave entre la paja, cosa que la desconsolada esposa hizo, mas sin éxito hasta pasados los tres días de abstinencia impuestos. Fue así cómo el santo Apóstol ayudó a su devoto, ayuda que fructificó de modo que la esposa quedó encinta y, a su debido tiempo, fue madre de un hermoso niño.

      Nunca olvidaron los agradecidos padres el favor concedido por Santiago y, en cuanto el niño alcanzó los quince años y estuvo en condiciones de emprender un largo viaje, padres e hijo decidieron peregrinar a Compostela para agradecer al Santo su bondad para con ellos.

      Feliz fue su caminar hasta que llegaron a los montes de Oca, pero, una vez allí, el joven enfermó de gravedad y murió. Triste era ver a aquellos desconsolados padres que acababan de perder lo que más amaban en el mundo, cómo lloraban mirando al cielo e implorando clemencia, cómo se hincaban de rodillas negándose a aceptar lo inevitable. La mujer hablaba incluso de dejarse morir para ser enterrada al lado de su hijo amado, mientras el marido, más sensato, se acordó nuevamente del Apóstol Santiago y pensó que si él le había concedido ese don era lógico que, a causa de sus pecados, pudiera quitárselo.

      Ya estaban a punto de enterrar al joven, y aún el pobre padre seguía rezando y confiando en el Apóstol, pues tanta era su fe. Y tanto rezó que, cuando ya las primeras paladas de tierra caían sobre el cadáver, éste se movió, apartó de su cara el blanco sudario y se levantó tranquilamente ante el correspondiente asombro de los presentes. La alegría de los padres era inmensa, la de los vecinos y demás peregrinos venidos para el entierro no se quedaba atrás. Todos rezaban al Apóstol y todos hablaban de su bondad y de su poder.

      Entre tanta alegría, la madre seguía abrazada al muchacho y le preguntaba cómo había podido abandonarla. Y él le contaba cómo había viajado al más allá, cogido de la mano del santo Apóstol, flotando entre luces majestuosas que llenaban su corazón de felicidad. Le explicaba lo a gusto que se encontraba en aquel lugar y cómo su deseo era quedarse y no regresar más al mundo de los vivos. Fue el mismo Santiago quien, ante el dolor de su madre, le pidió el enorme sacrificio de renunciar, aunque sólo fuera por un tiempo, a aquel lugar de completa y eterna felicidad.

      Seguía feliz el padre, mas no así la madre que reprochaba a su hijo la falta de cariño al preferir su propia felicidad a cambio del dolor de ella. Y trataba de explicarse el hijo sin lograrlo, pues la madre le cargaba de reproches. Finalmente, sin que los ánimos de la madre se calmaran, continuaron viaje a Santiago de Galicia y allí, quizá cómo castigo al egoísmo de la madre, el Apóstol quiso que el muchacho profesara en un convento y se quedara hasta su muerte al cuidado de los pobres.


      Fue así como el Apóstol hizo dos milagros: el primero haciendo que naciera aquel hijo tan deseado, el segundo haciendo que volviera a la vida después de muerto. Y esto, que fue realizado por el Señor, es cosa admirable a nuestro modo de ver.

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