martes, 16 de julio de 2013

La leyenda de Peito Burdelo




8.5.- La torre de Peito Burdelo. Todos sabemos que la legendaria batalla de Clavijo tuvo como motivo la oposición del buen rey Ramiro I al pago del llamado tributo de las cien doncellas. Con la ayuda de Santiago, los musulmanes fueron derrotados y de aquel denigrante tributo no quedó sino el triste recuerdo.

      Parece que el tributo había sido pactado por un tal Mauregato, quizá uno de aquellos reyes holgazanes que vendían su pueblo al moro con tal de conseguir la suficiente tranquilidad para dedicarse a su ocupación favorita: la caza; pero no está claro, y es que el nombre Mauregato parece derivar de mouro-capto, o su equivalente castellano moro-capto, referencia a moros cautivos, hechos prisioneros por los cristianos (por cierto, con el mismo origen que el gentilicio maragato, aplicado a cierto pueblo leonés) y eso podría indicarnos que Mauregato era únicamente el guardián del nuevo harén. Sea como fuere, en todo caso, las rapaciñas debían ser buenas mozas, que el moro no era tonto, y pertenecer a las mejores familias del reino galaico-asturiano. Los esbirros reales se acercaban a los pueblos e iban de casa en casa haciendo la oprobiosa leva. Las madres lloraban desconsoladas viendo como sus hijas era sacadas de las casas para ser llevadas a lejanas tierras, y las jóvenes doncellas, entre lágrimas, se rasgaban la cara con las uñas hasta provocarse sangre de modo que parecieran menos atractivas, y se tiraban al suelo oponiendo firme resistencia, lo que no servía de mucho pues eran arrastradas sin piedad.

      Las doncellas eran conducidas a la torre de Peito Burdelo, la famosa torre del oprobio, donde se esperaba hasta el momento de hacer la entrega a los musulmanes. Aquel día, como otros muchos días, se oían desde fuera los desgarradores gritos con que las chiquillas rompían el aire y la paz de los campos, gritos que llegaron a oídos de cinco hermanos que trabajaban en una finca próxima. Los cinco hermanos estaban soliviantados y se preguntaban cómo era posible que el pueblo no se uniera para liberar a las infelices cautivas. Pero los hombres de la zona sabían que si lo intentaban, sus vidas correrían peligro, pues los soldados estaban bien armados, y sus haciendas serían destruidas, y sus mujeres y sus hijas muertas o maltratadas. El miedo se había extendido por doquier y nadie osaba levantar su voz contra tamaña injusticia.

      Pero los cinco hermanos habían dejado de trabajar, y la sangre parecía hervirles dentro de las venas, y sus ojos se enrojecían de ira, y su respiración entrecortada y rápida permitían adivinar lo peor. Y así fue. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los cinco al unísono se echaron a correr hacia una higuera próxima, cortaron cinco ramas de las más gruesas que pudieron, y armados con tan endebles armas se dirigieron al castillo, considerado inexpugnable. Pero, a veces, la confianza juega malas pasadas, y aquellos soldados estaban muy confiados en que nadie osaría atacar algo tan bien defendido, y los jóvenes llegaron totalmente por sorpresa, de modo que, pau nun, pau noutro, para cuando quisieron darse cuenta los guardianes, ya habían liberado a las muchachas...

      Todavía hubo que esperar para que se desterrara definitivamente tan oprobioso tributo, mas los chicos de los palos de higuera, os rapaces dos paus de figueira, se hicieron famosos, y el recuerdo de aquella gesta queda hoy reflejado en unos cantares que dicen:

                             nun figueiral figueiredo,
                             nun figueiral eu entrei;
                             sete doncelas topara,
                             sete doncelas topei...

      Y el ilustre linaje de los cinco hermanos, que pasaron a llamarse Figueroa, adoptó como armas las cinco hojas de higuera colocadas en sotuer.

Ver también: San Andrés de Teixido

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